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Las blancas columnas de mármol, o lo que de ellas quedaba, se recortaban en
el horizonte como colmillos de marfil mellados. Ricas mansiones que ya habían
sucumbido al tiempo y a la implacable vegetación, mosaicos redecorados por la
intemperie y antiguos templos (abandonados ya por sus deidades) marcaban el
paisaje.
Las antaño concurridas calles y plazas, pulidas por miles de pies, ahora
solo recibían las caricias del viento.
La ignota ciudad ahora como una luna de su antiguo esplendor reflejaba su
propia naturaleza intemporal.
Como una emanación de un tiempo remoto una música de complejidad exquisita
y una belleza incomprensible resonaba en el ambiente. Un halo místico envolvía las ruinas donde aún se podía sentir el eco de una melodía que fluía
armoniosamente. Mas el eco fue roto por el sonido penetrante y lejano de unos tambores
que invocaban lo primigéneo.
El sonido retumbaba por todas partes y se burlaba en su simpleza de los
vestigios de un pasado más civilizado.
Unos hombres hirsutos de piel oscura estaban sentados alrededor de una
hoguera. Unas manos harapientas y curtidas aporreaban unos tambores de piel.
El sonido se asemejaba al de un enorme corazón que late con fuerza
indómita, cerca del fuego bailaba una mujer al ritmo de la percusión. Su
aspecto contrastaba con el resto pues su piel era de una blancura impecable y
su cuerpo ofrecía una imagen de la perfección. Tras una larga melena de color
pardo asomaban unos ojos de color verde intenso.
La rapidez del ritmo fue aumentando paulatinamente hasta que alcanzó su
cúspide, momento en el cual un hombre se alzó y con un movimiento fluido
atravesó con su daga al que estaba más cerca. La caricatura carmesí de un
hombre fue arrojada a las llamas. Un denso humo ocultó lo que fue una batalla
frenética donde la sangre se derramaba descuidadamente por el suelo empedrado.
Con los primeros rayos del amanecer un denso humo comenzó a disiparse
ascendiendo en finas volutas fundiéndose con el aire, dejando al descubierto el
lugar de la batalla.
Pero en el suelo empedrado no había ni restos del fuego, de los hombres ni
de los tambores, únicamente una lápida de jade.
A medida que el humo dejaba ver la inscripción en la verde lápida (en una lengua
olvidada ya hace eones) una melodía lenta y de complejidad inimaginable volvia
a apoderarse del ambiente...
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